Ícaro es un joven, hijo de Dédalo el constructor del laberinto, que al ser encerrado en él con su padre en el mito del Minotauro, encuentra una aparente fácil salida confeccionando unas alas con las plumas de los pájaros que caen al suelo.
Ícaro vuela y vuela y cuando mas alto está, el calor del sol derrite la cera con la que ha juntado las plumas y las alas se desarman precipitándolo al vacio. Ícaro muere.
Este mito siempre me ha sugerido la imagen de esos jóvenes que con su moto último modelo corren y corren como si quisieran escaparse de algo y en esa huida de sí mismos a veces encuentran la muerte como Ícaro. Parece que es patrimonio de la juventud ese ir deprisa como si la vida se escapara, todo se vive con rapidez.
Aunque esta experiencia no es solo patrimonio de la juventud, hay muchas personas de edades diferentes que persiguen sus sueños con una gran intensidad. No veo que eso en si sea destructivo si uno pone conciencia en el tipo de sueño que quiere alcanzar. Cuando uno persigue dinero, fama, pasión, poder o algo así, la avidez se pone en marcha a cualquier edad que se de.
Es significativo que Ícaro esté encerrado en el laberinto que su padre Dédalo ha construido.
Dédalo es el arquetipo de la inteligencia y la razón, y la consecuencia de creer a ciegas en los aspectos mentales o lógicos hace crecer la búsqueda de soluciones mágicas y rápidas sin corazón, como hace Ícaro.
Ícaro es pues la experiencia de la avidez que cree que tiene soluciones fáciles para conseguir lo que quiere y puedo decir que he caído muchas veces de esas alas que se despegan con el calor.
El problema no es la juventud, el problema es la avidez.
Tal vez si ponemos corazón y no avidez a nuestros sueños estos llegarían mucho mas fácilmente a nuestra vida.
Ya lo dice Don Juan, el chaman que da enseñanzas a Carlos Castaneda:
«El camino sin corazón se vuelve contra los hombres y los destruye.
No se necesita gran cosa para morir y buscar la muerte no es buscar
nada.»